Siempre me ha llamado la atención la descortés y poco mesurada manera de dirigirse a un árbitro de gran parte de la comunidad futbolística en el país, en especial la de Baja California Sur. Antes de ingresar al encuentro, el árbitro, ya arrastra una carga propia de quien debe ejercer la autoridad en un terreno de juego y se ve expuesto al escrutinio de quienes no son partícipes directos del encuentro.
De igual forma, pienso que el árbitro ya tiene suficientes dificultades dentro del campo como para generarle más desde fuera. ¿Imaginen? Un solo árbitro silbando para 22 jugadores que refutan a cada momento las decisiones arbitrales y agréguenle una decena de aficionados que creen saberlo todo, desde los aspectos técnicos del futbol hasta los detalles finos de la reglamentación deportiva.
La reflexión previa deriva de lo acontecido en meses pasados. En algún estadio escuché tal vez la frase más visceral de un aficionado y desprovista, por cierto, de la racionalidad del ciudadano común.
-¡Árbitro…eres un pendejo!
Me reí un par de veces, la tercera me aburrió y las que siguieron me dieron vergüenza. Jamás había presenciado tal cantidad de insultos de una misma persona hacia un árbitro. Pero no, eso no fue lo que más asombró me causó; lo lamentable llegó al final del encuentro cuando un chiquillo se acerca a las gradas.
El pequeño, el hijo de escasos 10 años, se acerca con lo que identifica como su figura paterna; triste, abatido y desencajado en búsqueda de algunas palabras de aliento que revirtieran esos sentimientos negativos ante su derrota deportiva; esperaba una frase de aliento o una palabra motivante, un consejo sabio de su progenitor :
- No te preocupes hijo, la culpa es del árbitro – dijo el padre del niño
Ahí, justo ahí al concluir la oración la paciencia se agotó. No recuerdo alguna otra ocasión en que nueve palabras (argumentación irresponsable de un educador de la familia) en el argot futbolístico me llevaran a la desesperación y la molestia en milésimas de segundo.
La historia anterior se repite aquí y allá; entre adultos, jóvenes, adolescentes y niños quienes practican el deporte sobre una delgada línea roja de violencia prohijada, a veces, por los padres de los menores. En la entidad se pueden reconocer casos graves como aquél, no muy lejano en una Liga Infantil del municipio de Comondu, donde un padre de familia, ´enfurecido por las decisiones arbitrales arremete contra el árbitro y lo golpea contra el piso, propinándole severos golpes que pudieron haber convertido el incidente en un evento fatal. El árbitro debió ser trasladado de inmediato a la clínica más cercana y el diagnóstico médico está, además, considerando las diversas imágenes que circularon en redes sociales como testimonio del hecho.
Los casos descritos ilustran los rasgos violentos que pueden generarse a partir de los procesos educativos en la familia, pero debe obligar a que reflexionemos sobre lo poderoso e influyente que puede tal frase en la educación del niño: No te preocupes hijo, la culpa es del árbitro. El día de mañana la culpa ya no será más del árbitro; sino del agente tránsito, del vecino, del jefe, de su esposa, del amigo, de su trabajo, del destino, o de quien ejerza cualquier autoridad por mínima que sea. El aprendizaje del futbol –en este caso y a tan corta edad- desvincula el desarrollo de las habilidades deportivas de lo que significa el triunfo y la derrota como una responsabilidad compartida con sus compañeros, culpabilizando a otros de lo no logrado, como un parámetro a repetirse durante todas las etapas de su vida
Deberíamos ser conscientes para abrazar el futbol de otra manera; el futbol es competencia donde la entrega es fundamental para ganar, para reconocer el poder de una organización colectiva y para reconocer el valor de cada uno de los miembros del grupo; el futbol, sobre todo el amateur, es un deporte de formación donde todos cometemos errores, pero todos somos capaces de reconocerlos y de enmendarlos más allá de la reclamación airada o del insulto soez del jugador o del público. No se trata de una actividad primitiva donde los vencedores sean los más violentos y estos se reproduzcan como naturalización de la violencia misma en todos los rincones del mundo. La disyuntiva no estriba en el mundo que le dejaremos a nuestros hijos sino la clase de hijos que dejaremos al mundo.
¿Cambia el enfoque, verdad? Por supuesto porque el compromiso que esto implica se asocia con el papel de padre y de madre asociado con nuestros deberes, la moral, la ética y la moral que no necesariamente está en la escuela, sino en la casa. ¡Hagamos nuestra parte!
Lo que sucede cada fin de semana en los campos de fútbol es preocupante, lacera el deportivismo y el civismo que toda sociedad merece y exige; cada semana, cada partido se convierten en el espacio para despotricar o agredir sin que exista dique para detenerlo; se asemeja a lo acontecido a diario en redes sociales que se convierten en el escenario idóneo para levantar la voz sin consecuencia alguna (con para otros) y donde la razón, el fundamento y la verdad pasa a segundo término. No podemos ni debemos como sociedad perder el sentido de autoridad puesto que esto garantiza la equidad y el respeto hacia los otros; el estado de derecho contempla responsabilidad, obligaciones y sanciones para quien no cumple las normas. De no cumplirse con las sanciones estaríamos hablando de una sociedad que pierde la credibilidad ante las leyes y que coincide con las normas construidas.
Las agresiones a los árbitros, tanto de jugadores como de público, reflejan una sociedad que ha ido perdiendo el sentido humanístico y de orden; una sociedad que empieza a alejarse de los principios morales del hombre, la educación integral y de los buenos modales. En el deporte se crece se aprende a respetar y a tolerar más allá del agravio apasionado o de la ofensa procaz que desde la tribuna algún fanático lanza, al amparo de la masa o de la indulgencia colectiva. Seamos mejores y aprendamos a respetar a los otros, festejemos la victoria pero aceptemos las derrotas en un marco de convivencia sana.